Ricardo III lo dijo y Shakespeare lo inmortalizó. El rey inglés se preparaba para la batalla más importante de su vida, pero su caballo favorito no tenía las herraduras listas y el herrero tuvo que improvisarlas. Cuando terminó de moldearlas le faltaban clavos y una de ellas no quedó tan firme como el resto, en el fragor de la contienda el rey vio que algunos de sus hombres retrocedían, para evitar una desbandada espoleó su caballo y ordenó desde la línea de ataque a sus soldados que no abandonaran, al cruzar el campo de batalla el caballo perdió la herradura, tropezó y el rey cayó al suelo. El caballo asustado echó a correr mientras Ricardo III observaba como sus soldados daban la vuelta y las tropas enemigas lo cercaban. Agitando su espada Ricardo gritó entonces ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!
Cuando una persona sabe lo que tiene que hacer en un cierto momento de su vida, rey o villano, no hay caballo que no pueda encontrar. Esta frase y esta historia me vino a la cabeza cuando veía Billy Elliot. El caballo de Billy es el baile, el resto en la película andan dormidos hasta que el niño los esploea como hacia Ricardo y van en pos de sus caballos. El hermano encuentra el respeto, su amigo Michael su identidad sexual y el padre el amor por sus hijos. Todo se mueve lento y descompasado en la vida cuando sin esos caballos, pero cuando se encuentran es como si todo volviese a girar con armonía, una armonia que puede no llevar al éxito pero que hace que todo guarde un sentido, una fuerza, una lógica. Da igual si el fin es elevado o perverso, la fuerza del caballo tira y te hace seguir la batalla. Es estimulante ver películas como Billy Elliot y ver escenas como la de la huelga con The Clash o el salto final del Lago.
¡Mi vida por esos caballos!
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